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En el Altar de Dios

en el altar de dios
Reinaldo L. García Pérez

Reinaldo L. García Pérez

«Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado;
Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios.»
– Salmo 51:17
Recientemente, estuve orando en uno de mis rincones favoritos, el altar del Santuario donde me congrego. Allí el Espíritu me inquietó sobre el altar.  Vamos al templo, vemos el altar y no tenemos conciencia.  Ya no se escucha el llamado a vivir postrado ante el altar.  No se predica lo que representa, lo que implica. 
Recuerdo aquellos cánticos que hablaban del altar:
Quédate, Señor; quédate, Señor,
Quédate, Señor, en cada corazón.
Quédate, Señor; quédate, Señor,
quédate, Señor, aquí.
Oh, Cristo mío has de mi alma un altar
Para adorarte con devoción.
Para beber de las aguas de la vida
Y así saciar mi pobre corazón.
En el capítulo 15 del primer libro de Samuel nos relata un suceso en el que el profeta instruyó al rey Saúl para estar atento a sus palabras y obedecer.  Se le ordenó atacar a los amalecitas y destruir todo.  Las instrucciones eran claras y precisas, pero Saúl perdonó la vida del rey Agag y se quedó con lo mejor de los carneros, las ovejas y el ganado.
Dios le reveló al profeta Samuel la desobediencia de Saúl.  Cuando Samuel confrontó al rey, Saúl alegó haber obedecido y trató de justificar la retención del ganado para ofrecerlos como ofrendas y sacrificios.
Y Samuel dijo: ¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros. – 1 Samuel 15:22
A veces, le damos cosas a Dios que no nos ha pedido.  A veces, hacemos cosas para Dios que no necesita.  Pensamos que, dando ofrendas, haciendo tareas o participando activamente en las actividades de la iglesia, podemos justificar, negociar o comprar a Dios.  Quizás esas cosas apaciguan nuestra consciencia, pero jamás podemos engañar a Dios.
En el Salmo 51, el rey David derramó su corazón delante de Dios.  Luego de pecar y ocultar su pecado, Dios le confrontó a través del profeta Natán.  David, reconociendo su pecado, se humilló delante de Dios y con un corazón quebrantado, pidió perdón.
El rey David podía ofrecer todos los sacrificios y holocaustos del mundo.  Quizás ofreciendo sacrificios y holocaustos podía apaciguar su consciencia.  Quizás ante los ojos de los demás podía ocultar lo que hizo, pero jamás podía engañar a Dios.
¿A qué te llama Dios?  ¿Te está llamando a obediencia?  ¿Cómo respondes a la Palabra de Dios?  ¿Qué es lo que Dios te pide?  ¿Haces lo correcto o prefieres hacer lo conveniente?
En la Escritura, cada vez que había un encuentro con Dios se edificada un altar. Ese altar marcaba un antes y un después. Cambios ocurrían en esos encuentros con el Creador. El hombre y la mujer que reconoce a Dios se humilla y se rinde ante Él. En el altar se reconcilia. En el altar se consagra.
En el centro del altar está la cruz.  Esa cruz nos llama.  Esa cruz nos recuerda que Cristo es el Cordero de Dios.  Cristo pagó el precio por nuestro rescate.  Con sangre del inocente fuimos comprados.  Él ocupó nuestro lugar. 
Cristo, el Cordero de Dios vino para hacer la voluntad del Padre – Salmo 40:6-8. Nosotros también somos ofrenda agradable cuando en obediencia hacemos la voluntad del Padre. Guardemos sus mandamientos y vivamos la Escritura.
Así podremos cantar como dice el corito:
//En el altar de Dios, en el altar de Dios,
El fuego está encendido//
//Nadie lo podrá apagar, nadie lo podrá apagar
Porque el fuego del Señor, en mi corazón está//

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